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Introducción

CAPÍTULO 1

EL ECO DE LAS PALABRAS INVISIBLES

No fue el grito lo que dolió. Fue la frase dicha con calma, como si no tuviera peso. Y sin embargo, desde entonces, no pudimos soltarla.

Frases que se nos pegaron sin darnos cuenta

Hay frases que no suenan fuerte, pero se quedan dentro.
No queman al instante, pero se instalan con lentitud, como el polvo que se pega a los zapatos y ya no sabemos si viene de afuera o si siempre ha estado ahí.

No fueron insultos abiertos ni acusaciones directas.
Eran comentarios sueltos, dichos sin pensar demasiado, lanzados como quien lanza una servilleta al cesto: sin intención de dañar, pero sin cuidado tampoco.

A veces ni siquiera recordamos la cara de quien lo dijo.
O el día exacto.
Pero sí recordamos la punzada, el silencio que vino después, el nudo en la garganta que no supimos nombrar.

“¿Otra vez tú con tus cosas?”
“No llores por tonterías.”
“Ya vas a empezar otra vez…”
“No hagas drama.”
“¿Así te vas a presentar?”

Juicios disfrazados de normalidad

Frases así no llegaron con un grito.
Llegaron con un juicio disfrazado de normalidad.
No buscaban agredir, pero terminaron doliendo.

Porque venían cargadas de lo que no se dijo.
De lo que no se permitió.
De lo que nos obligaron a tragar.

Y como nadie más las vio peligrosas, aprendimos a no protestar.
A pensar que tal vez sí estábamos exagerando.

La herida que empieza a hablar sola

Con el tiempo descubrimos algo más.
Descubrimos que esa frase se nos pegó.
No como una idea, sino como una sombra.

Empezamos a anticiparla incluso antes de que alguien la dijera.
Aprendimos a frenar el llanto antes de que se notara.
A disimular el temblor.
A pedir permiso para sentir.

Porque lo que duele no es solo lo que se dijo…
sino lo que esa frase silenció.

Y cuando alguien nos pregunta por qué duele algo tan “mínimo”, tan “inofensivo”, nos cuesta explicarlo.
Porque no fue una sola vez.
Fue la repetición.
El tono.
La falta de reparación.
El mensaje detrás de las palabras: “No eres válido si sientes así.”

Una grieta para soltar lo que no nos pertenece

Así que este no es un libro sobre gritos.
Es sobre esos ecos suaves que aprendimos a normalizar.
Esos que no pareció que dolieran… hasta que ya dolían todo el tiempo.

Y lo más duro de todo:
Es que ahora muchas veces nos los decimos nosotros.

Este capítulo es una entrada, una grieta inicial.
No para abrir una herida,
sino para dejar de cubrirla con frases que no nos corresponden.

Es el principio de un viaje hacia lo que alguna vez escuchamos,
lo que empezamos a creer…
y lo que estamos por soltar.

Porque a veces el verdadero daño no está en lo que dijeron,
sino en todo lo que dejamos de decir después.

Fase 1 RECONOCER LA HERIDA

CAPÍTULO 2

CUANDO EL LENGUAJE NOS MARCA

No era que fuéramos demasiado sensibles. Era que nadie se detenía a validar lo que sentíamos.

El inicio de la desconexión

Desde pequeños aprendimos algo sin que nadie nos lo explicara: ciertas emociones no estaban permitidas.
Y no porque nos lo prohibieran con firmeza, sino porque cada vez que aparecían… alguien se encargaba de minimizarlas.

A veces con humor, otras con cansancio, otras con una mirada que decía más que cualquier palabra.

“No llores por eso.”
“Eso no es para tanto.”
“Ya estás grandecito para esas cosas.”
“Los hombres no lloran.”
“Tienes que ser fuerte.”
“Madura.”

Frases que se repitieron tanto que terminaron formando parte del mobiliario emocional.
No siempre dolían al instante. Algunas incluso parecían consejos.
Pero cuando las escuchábamos en momentos vulnerables, dejaban marca.

Porque en el fondo, lo que nos decían no era cómo manejar la emoción… sino que no debíamos tenerla.

La práctica de negarnos

Así fue como empezamos a justificarnos antes de sentir.
A explicar por qué estábamos tristes.
A disculparnos por tener miedo.
A disfrazar la angustia con sarcasmo o silencio.

Aprendimos a mostrarnos enteros incluso cuando por dentro nos desmoronábamos.

Y lo hicimos bien.
Tan bien, que muchas veces ni siquiera sabíamos qué sentíamos.
Solo sabíamos que no era “razonable” sentirse así.
Que no teníamos derecho.
Que ya deberíamos haberlo superado.

Lo llamaron madurez, pero era desconexión.
Lo llamaron fortaleza, pero era soledad emocional.

Las reglas del silencio emocional

Porque cuando no nos permiten sentir, no dejamos de sentir…
solo dejamos de mostrarlo.

Y entonces nos volvimos expertos en pasar por alto nuestras propias señales.

Nos dicen que no hagamos drama, así que aprendimos a callar.
Nos acusan de exagerar, así que minimizamos todo.
Nos piden que no nos hagamos las víctimas, así que convertimos el dolor en culpa.

La urgencia de volver a escucharnos

Y aquí estamos hoy, tratando de entender por qué nos cuesta tanto nombrar lo que sentimos.
Por qué nos molesta tanto cuando alguien dice que estamos “sensibles”.
Por qué seguimos explicándonos incluso en momentos donde bastaría con decir: “nos dolió.”

Lo que necesitábamos escuchar no era una orden de madurez.
Era una frase sencilla, humana, presente:

“Está bien sentir lo que sientes.”
“No necesitas justificarte.”
“Estoy aquí.”
“Llora si necesitas llorar.”

Y no para que alguien nos las diga ahora —aunque sería lindo—,
sino para que empecemos a decirnoslas nosotros.
Para que dejemos de exigirnos entereza a toda costa.
Para que no confundamos control con salud emocional.

Porque cuando reconocemos que el lenguaje que nos formó también nos anuló…
podemos empezar a hablarnos de otra manera.
No para negar nuestra historia,
sino para dejar de repetirla en nuestra contra.

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